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El Estado que mira al abismo 

El Estado que mira al abismo 

Michoacán vuelve a ser el espejo que el país evita mirar. El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Alberto Manzo Rodríguez, durante una ceremonia pública el primero de noviembre, revela la descomposición estructural de la política mexicana. La muerte del edil expresa un Estado que ha dejado de gobernar y que administra su derrota como rutina.

 

El crimen ocurrió a plena luz del día, frente a familias reunidas por el Día de Muertos. Manzo había denunciado amenazas y solicitado apoyo. El gobierno de Michoacán respondió con protocolos, comunicados y condolencias de ocasión. Después, silencio. En este país, la acción institucional comienza cuando la tragedia ya se consumó.

 

Desde 2021, siete presidentes municipales han sido asesinados en Michoacán y uno permanece desaparecido. Más de un centenar de actores políticos fueron ejecutados en México durante el último año. Cada cifra equivale a una institución fracturada y a una comunidad que sobrevive bajo la sombra del miedo. Las estadísticas se convierten en actas de defunción del orden público.

 

El Estado sustituyó la estrategia por el ritual. Frente a cada crimen, ofrece condolencias, convoca reuniones y despliega soldados. Los operativos se transforman en escenografía; la presencia institucional, en simulacro.

 

La administración federal insiste en mantener su política de seguridad, lo que confirma su agotamiento. Se gobierna la emergencia con la gramática de la costumbre.

 

Durante dos décadas, Michoacán ha sido el laboratorio del fracaso. Calderón impuso la militarización; Peña Nieto, la contención administrativa; López Obrador, la reconciliación moral. Ningún intento alteró la ecuación: crimen organizado con poder territorial, autoridad desbordada y comunidades sometidas a un orden alterno. La violencia pasó a ser principio de organización social y económica.

 

El poder criminal reemplaza al Estado. Cobra impuestos, impone reglas, arbitra conflictos y da empleo. La línea entre autoridad y delito se diluyó en una práctica compartida: la sobrevivencia. El alcalde asesinado encarnaba la resistencia cívica frente a ese poder. Su ejecución confirma que en amplias regiones la política se ejerce bajo licencia del crimen.

 

El gobierno federal conserva la retórica y pierde la soberanía. Habla de paz mientras delega la justicia en la inercia. Habla de coordinación mientras abandona territorios a la autogestión criminal. Habla de transformación mientras repite los mismos métodos: reacción tardía, silencio institucional y olvido.

 

El asesinato de Carlos Manzo desnuda el poder. Ninguna consigna lo disfraza, ningún operativo lo disimula. El Estado mexicano dejó de ser garantía y actúa como testigo. Mientras los gobiernos administran su fracaso, los criminales administran el país. En Michoacán, esa ecuación dejó de ser anomalía: se volvió sistema.

 

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Y ese sistema, sostenido por el miedo y la simulación, produce una erosión moral que ya nadie intenta detener. El país se ha acostumbrado a mirar la violencia sin estremecerse, a vivir bajo el dominio del crimen como si fuera parte del paisaje.

 

Friedrich Nietzsche escribió: “Quien con monstruos lucha debe tener cuidado de no convertirse en uno. Cuando miras largo tiempo al abismo, el abismo también mira dentro de ti.”

 

México lleva demasiado tiempo mirando el abismo de Michoacán. Y el abismo ya aprendió a gobernarlo.

 

Tiempo al tiempo.

 


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