Del robo a la Gioconda
Suelo ir un poco a los museos del mundo. Conozco los más afamados. El del Prado de Madrid. El Smithsoniano de Washington. La casa de Obama. El Di Roma en el Trastevere. Cuando ando de jiribilla me meto a alguno de ellos. Pero sólo voy una vez. O sea que aprovecho el viaje para asimilar en mi coco la cultura del mundo y sus obras. La primera vez que fui al afamado Museo del Louvre, el de París, pagué mi novatada. Quería comerme a puños todas las salas y, a la entrada, está una donde Napoleón se hizo y se agandalló, como trofeo de guerra, obras de los egipcios.
Le dieron vuelo a la hilacha, como años después, en tiempo del vaquero Bush, los yankees saquearon las joyas ancestrales del museo de Bagdad, en Irak, el día que fueron por el tal Hussein. La Haya, en una convención mundial de 1954, signó a todos los países que, cuando estuvieran en guerra, cuidaran sus patrimonios históricos. A estos les valió. Las bombas llegaban adónde pudieran y los daños fueron cuantiosos. En el Louvre, cuando quise ver La Gioconda, esa obra maestra de Leonardo Da Vinci, pintada entre 1503 y 1506, mi cuerpecito llegaba cansado.
Fui, la vi y me salí, como aquel ‘comes y te vas’ foxista. Salí para nunca más volver. He regresado un par de veces a Paris, pero sólo mi hermano va y le da sus vueltas. A él le gusta la cultura y los cuadros. Yo menos. Cuando se llega a ella, a La Gioconda, el poli de seguridad te pide la veas rápido. Cómo, exclamas, si tengo una hora viendo otras rarezas. La fila es interminable. Ocurre algo similar como cuando llegas a la tumba de Juan Pablo Segundo en El Vaticano. Los guardias papales apenas te dan tiempo de santiguarte y persignarte. En el Louvre se apilan japoneses como racimos de coyol. Ya ven ustedes que los japoneses nunca andan solos. Van de la manita juntos.
“No pictures”, reza un letrero sangrón. Y uno piensa, entonces cómo presumiré ante mis paisanos que aquí estuve. Tiene un cristal antibalas que no permite ni el paso de una mosca. La cuidan como a la niña de sus ojos, porque una gorda lonjuda rusa, en 2009, le arrojó una taza de café. Gacha. Es el Museo con mayor seguridad, ahora. Una fortaleza blindada. Otra vez, con mi cuate Rico, el que no es rico en lana, en el Palacio del Rey de Madrid tirábamos y posábamos para fotos como cuenqueños despistados. Llegó un poli medio enojado y dijo, con su acento singular: ‘joder, que eso no se puede hacer.
El flash maltrata las pinturas y a las estatuas’, creo que dijo ‘estuatas’ (sic), pero no recuerdo bien. Ni hablar, manito, pero las que ya tomé me las llevo. Pensé a mis adentros. Toco el tema porque esa obra de Da Vinci, La Monalisa, cumple años (1911) de que un exempleado la sacó sin permiso de nadie, como las del Museo de Orizaba, y con su corazón italiano dijo que la regresaría a su patria, Italia, pues de ahí era, ya que Napoleón, en una de sus visitas guerreras, se la había apañado. La robó de la manera más sencilla. Se disfrazó de celador, aguardó a que cerraran. Allí durmió.
No tuvo pesadillas ni se le apareció nadie, como la película ‘Una noche en el museo’, donde Ben Stiller echa relajo nocturno con personajes que allí habitan. Al otro día, que era día feriado, la sacó del marco y la escondió bajo su bata. La llevó a casa y la puso debajo el colchón, como se esconde el dinero. El Museo cerró tres días. No sabían ni cómo ni quién carajos la había robado.
Como Messi, cuando se escabulle ante los defensas. Dos años y cien días después la recuperaron, cuando la intentó vender a un galerista y éste avisó a la poli. Sospecharon de todos. Hasta de Picasso, que había dicho que ‘todos los artistas de su generación estaban enamorados de la obra’. Por puro patriotismo, decía el ladrón que tenía perdón. El juez le dio poco de cárcel. En Italia, era un ídolo.