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Andrés García, tan prosaico como real

Andrés García, tan prosaico como real

¿Importa mucho si la camioneta celeste en que aprendió a manejar Rodolfito era Ford, Dodge o Chevrolet?
Yo creo que no. Igual mientras recuerdo el incidente estoy viendo la troca chocada contra un poste, por la parte trasera; el día en que su padre, Rodolfo como él, le enseñó a manejar de reversa.
Era la última clase para el primogénito —la reversa era lo último que enseñaban los papás, antes de soltarte el carro— y no hubo tiempo para reclamos. Si acaso, se escuchó quedamente el comentario de su padre, varios segundos después del impacto y fue un “ya…….     le……   diste…..   Rodolfito”.
Si, así o más pausado aún: “ya……      le……       diste….     Rodolfito” (yo era niño aún y Rodolfito un espigado adolescente).
Queda claro que Rodolfito no tuvo tiempo de reaccionar y pisar el freno, porque al momento del impacto apenas acaba de escuchar el “viene…….        viene” en la voz pausada de su padre y maestro de manejo y el golpe resultó inevitable.
(Los espejos laterales y el retrovisor ya existían, las cámaras de reversa ni en los sueños de sus futuros inventores).)
El “ya……     le…..     diste…..     Rodolfito”; debió oírlo siglos después, cuando don Rodolfo se acercó a la puerta de la camioneta para pedir la llave y hacer a un lado del volante a su vástago.
Nadie vaya a creer que Rodolfito era tonto para el arte de conducir un carro; pues él aprendió pronto y bien; pero la verdad a cualquiera se le hubiera complicado recibir instrucciones como en cámara lenta; alejado, muy alejado de la velocidad del sonido, el pensamiento o la luz.
El caso es que don Rodolfo no solo era lento para dar indicaciones; sino que igual manejaba a vuelta de rueda; exageradamente despacio; de tal suerte que el día que le ofreció un “aventón” a don Beto Guineo éste le respondió: “gracias compadrito; llevo prisa” y el peatón lo rebasó por la derecha, caminando sobre la banqueta y llegó antes que la camioneta al Parque Central.
A donde quiera que iba, don Rodolfo lo hacía en carro; a veces en la camioneta celeste, a veces en un Jeep viejo, y si no generaba embotellamientos en las calles era porque en ese tiempo el número de carros, en Yajalón, no era tan significativo.
Entre sus rutinas, se desplazaba todos los días por la tarde noche a jugar baraja española a tres cuadras de su casa, rumbo a la iglesia de Santiago Apóstol; casi esquina con el Parque Central.
Don Rodolfo salía con anticipación, para llegar puntual, y allí se encontraba con sus compadres y amigos del alma para jugar “Conquián”; un juego de apuestas que se inicia con 9 cartas para terminar con diez (podían ser números corridos de tres en tres cartas o tres o cuatro cartas de la misma denominación).
Aunque los presentes siempre hablaban de millones de pesos, lo cierto es que, entre trago y trago de café. jugaban de a peso la partida y nunca supe cómo pero siempre los jugadores, entre los que se encontraba mi papá, sabían qué cartas tenían sus compañeros (“vas a soltar el 2 de bastos; ya no te sirve”; decían en voz alta).
“Gané 15 millones; los desplumé a todos”; decía a menudo mi padre, venido a más no por lo obtenido en el juego (en realidad había ganado 15 pesos), sino por las 18 monedas de oro que un albañil encontró enterradas mientras construía las gradas de la casa de mi progenitor y que sirvieron para terminar la casa de mi papá y la del albañil en cuestión.
Recuerdo que el reparto del dinero hallado fue una lección de matemáticas para mí, pobre estudiante de preparatoria. “Vamos a partes iguales”; dijo mi padre al suertudo albañil y cuando el oro estuvo convertido a pesos en verdad lo dividió en tres partes: “mil para ti, mil para mí y mil para terminar la casa. Mil para ti, mil para mí y mil para terminar la casa”.
Mi papá creyó que el albañil no aceptaría un reparto tan ventajoso para él, pero para el asombro de mi padre, dijo que era mucho lo que le estaba dando; pues, abundó, “el terreno es de usted; yo sólo fui el trabajador que halló el entierro”.
–Déjate de pendejadas; ya no vengas a trabajar y ve a construir tu casa; yo buscaré otro albañil– respondió mi padre… y eso hicieron los dos.
A la entrada de la casa, en el terreno que le regaló mi abuelo, mi papá sembró dos palmeras Arecas; flanqueando la puerta de acceso. Ellas fueron testigo de los innumerables amoríos de mi padre, en tiempo en que andar con menores de edad era visto con cierta normalidad.
“Es carnita de monte”; decían en Yajalón para explicar los romances de ocasión con las lugareñas.
Muchas de sus “fortuitas” novias, escribieron sus nombres en los canutos de las Arecas y lo mismo hicieron, años después, con una planta similar que sembraron junto a su tumba.
Eran sus “Tiris” y es una lástima que de esto ya no quede vestigio; ni en su casa ni en el panteón.
Y de ese tema versa el presente relato, pues una noche, después del consabido juego de barajas, donde alguien perdió o ganó 15 pesos, el dueño de la casa, un señor de rostro adusto, grande y adinerado, preguntó a don Rodolfo:
“Compadrito: ¿cómo le haces para agarrar chamaquitas? De mi compadre Antonio (mi padre) lo entiendo, porque les da su dinerito; ¿pero tú…?
Sonriente siempre, don Rodolfo respondió: “muy fácil compadrito; voy aquí a la vuelta; estaciono mi carro frente a la casa de mi compadre Andrés y a las muchachas que veo salir de ahí la invito a dar una vuelta y casi siempre acceden porque —le dijo al oído, pero yo sí lo escuché— siempre salen calientes”.
Lo que usted lector no sabe aún, es que en la casa que don Rodolfo elegía para estacionarse, vivía un señor adinerado, dueño de ranchos cafetaleros, que casi todos los días vociferaba a los cuatro vientos: “¡¡mientras tenga lengua y dedo, Andrés García seguirá siendo hombre!!”.
Nadie, hasta donde yo sé, puso en duda la hombría de don Andrés.
Desde entonces, cada que un amigo cuenta de sus intimidades; a sabiendas de que por la edad va perdiendo su virilidad; invariablemente le llamamos como a don Andrés, pero en diminutivo. Así, le hacemos para guardar intactas las historias de mi pueblo.
—¿Ya entendiste, Andresito?

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