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Del Osito a Ricardo Flores Magón.

Del Osito a Ricardo Flores Magón.

Agonizaba 1985 y, a sus 39 años, el maestro George, un Osito por antonomasia, creía que seguía militando en la ya desaparecida Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23).

Seguro, a muchos esto les parecerá un cuento de ficción, pero no lo es. Tarde, muy tarde se enteró de la liquidación de esa organización armada fundada en 1973 por Ignacio Salas Obregón, conocido en la clandestinidad con el pseudónimo de Oseas.

Nada raro, si tomamos en cuenta que las noticias, como todo, llegan tarde a Chiapas; pues así pasó desde la Revolución Mexicana hasta el famoso reparto agrario, que no alcanzó a llegar; y se realizó a las malas cuando los campesinos e indígenas hicieron justicia por su propia mano, en la década de los 80 del siglo pasado.

Cuatro años antes del inicio de esta historia, en 1981, el Gobierno Federal había eliminado a quien fue al último dirigente nacional de la LC23, Miguel Ángel Barraza García, el famoso Piojo Negro; en las inmediaciones de Copilco y con ello vino la dispersión, primero, y la desaparición del grupo revolucionario después, en 1983.

En ese entonces, el maestro George estaba inmerso en la lucha magisterial en el estado sureño de Chiapas y junto a otros compañeros había fundado una corriente política en torno a la Organización Magisterial 27 de Abril (OM27); de corte Marxista Leninista.

Desde ahí, éste reducido grupo de profesores daba la lucha para combatir al charrismo sindical, enquistado en la Sección 7 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE); aunque esta Sección estaba liderada ya por Línea Proletaria, organización que pregonaba la “política de dos caras”; con un discurso de izquierda ante las masas y de aliado del gobierno, de derecha.

“Si queremos ganar la lucha, debemos infiltrar al gobierno. Y desde dentro, hacer la revolución”; decían Los Léperos. Algunos les creían; la mayoría, no.

Por lo contrario, el maestro George impulsaba la revolución que buscaba “derrocar al Gobierno Federal, por la vía de las armas; para instalar el socialismo en México”; pero en realidad no participaba en ninguna actividad para lograr su cometido; de no ser por los círculos de lectura y las encerronas para la discusión del momento político.

—“A ti te estábamos esperando, desde hace varios años. Qué bueno que viniste”; escuchó con toda nitidez que le dijo El Tiznado, a nombre de los indígenas rebeldes del municipio de Valles; en la meseta central del estado de Chiapas; aquel día en que los buscó “para reintegrarlos a la LC23”.

Años antes, él había arribado a Chiapas, procedente de la Ciudad de México, con El Gordito de Espejuelos y otro hermano menor, “en un vochito con doble fondo, repleto de metralletas”; versión que es desestimada por quienes conocen de estos menesteres y sostienen que en un carro de ese tamaño apenas cabrían dos artefactos de esa naturaleza.

Pero bueno, El Osito afirma que la recepción de los indígenas se realizó en la montaña agreste que para la ocasión eligió el máximo dirigente indígena de la región, a quien en el presente relato identificaremos como El Viejo Antonio, o simplemente El Viejo.

Esa vez, el acompañante del maestro George era un sudoroso ingeniero agrónomo que, siendo profesor de bachillerato, en Mapastepec, había “ingresado” a la LC23 junto con El Osito, y al paso de los años se convirtió al Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo (PROCUP). A él lo llamaremos con el nombre ficticio de Roberto Hernández y es originario del mismo municipio de Valles.

Quién mandó al Osito a contactar con los Vallenses fue nada menos que su hermano menor, El Gordito de Espejuelos: el mismo que contó que dos años antes pudo hacerse de la dirección de lo que quedaba de la LC23, pero prefirió su desintegración antes que eliminar a dos de sus más cercanos camaradas, en la última reunión clandestina de alto nivel, en el estado de Puebla.

Una vez establecido el contacto, quien llegó a dar el entrenamiento militar a los indígenas tsotsiles fue nada menos que Ricardo Flores Magón; uno de los dirigentes más importantes del PROCUP, y de quien ya conté en un capítulo anterior. Ello, porque El Gordito de Espejuelos había abandonado a la LC23 y regresada a su vieja militancia.

–¿Ricardo Flores Magón? No manches: él fue un anarquista mexicano, oaxaqueño, que es considerado precursor de la Revolución Mexicana y murió el 21 de noviembre de 1922, en una cárcel de Kansas, Estados Unidos.

–Te voy a contar lo que me contaron y tú verás si lo crees o no. Como has de saber, en todos los pueblos existen historias fantásticas, ligadas casi siempre a la brujería o al imaginario popular, que se transmite de vía oral de generación en generación. Pues bien; éste es un caso de esos.

Un día, una bella mujer decidió suicidarse, porque se enamoró de un joven que, por pobre, no era bien visto por la familia de la doncella indígena.

Abrumada por la incomprensión de sus padres, decidió tomar un litro de mata zacate, conocido como Faena; y sobre el lomo de un caballo debilucho que sirvió como ambulancia fue a parar de emergencia al hospital del lugar.

“Llévela a bien morir a su casa; don Juan; ya nada podemos hacer. Su hija viene totalmente envenenada, cocida por dentro”; le dijo al padre el médico que la atendió.

Eso hicieron los apesumbrados padres: la regresaron a su casa y la recostaron en un lienzo blanco; sobre la mesa de madera que servía de comedor. La madre lloraba desconsoladamente, ante el final inminente, pero escuchó que una vecina le sugirió llevarla con un poderoso brujo al que llamaremos Manuel.

“Sólo él la puede salvar; nada pierdes con intentar”; le dijeron a los padres.

Ciertamente, nada había que perder y allá llevaron a Violeta, moribunda. Bastó que el brujo le echara un ojo, para contestar que sí la podía salvar, pero explicó que para eso tenían que hacer “un cambio de espíritu”.

Los familiares aceptaron el trato y, atónitos, vieron que, tras colocar unas yerbas maceradas en alcohol sobre el vientre de Violeta; soplarla con aguardiente de caña y realizar unos “pases mágicos”, un humo negro salió del abdomen de su hija.

En el mismo instante, tras otros “pases mágicos”, que incluyeron la intromisión de las manos en su vientre, al estilo de Pachita y sus operaciones psíquicas; se consumieron las yerbas, y una pequeña nubecita blanca entró al cuerpo como remolino, de arriba abajo, sanando la herida, para no dejar ni la mínima huella del vientre quemado.

Así fue que Violeta se puso de pie y caminando llegó a su casa; acompañada de sus incrédulos padres. Ya no tenía nada y “podía hacer su vida normal”; que al parecer incluía el permiso de las visitas del enamorado pretendiente.

Todo parecía ir bien; pero a los pocos días, alrededor de Violeta, muchas mujeres comenzaron a sufrir “una rara enfermedad” que las postraba; hacía que se tiraran al suelo, retorciéndose; sintiendo que la muerte les llegaba en ese mismo instante.

“Eran como 40 las mujeres enfermas”; me cuenta El Viejo Antonio, el líder campesino que protagoniza esta historia.

Un día, “me mandaron a llamar y me dijeron que la señorita Violeta quería platicar conmigo. Yo no sabía de qué se trataba, pero me asustaron e hicieron ir porque me contaron que, si no iba, las 40 mujeres enfermas iniciarían a morir, una por una”.

Allá fue el dirigente indígena y al llegar a la casa de Violeta se sorprendió más porque, al saludarlo, la mujer se dirigió a él como su compadre, “hablando con voz de hombre”.

Le dijo: “Qué bueno que viniste, compadre. Contigo quiero hablar” y lo invitó a sentarse en una de las dos sillas de una pequeña mesa de madera que sostenía una botella de aguardiente y dos vasos, en el centro.

–No seas cabrón, compadre. Vine porque me dijeron que era la única forma de que se salven las mujeres enfermas; alcanzó a contestar El Viejo Antonio; siguiendo la corriente en el trato como hombre.

–Ahorita mismo se van a empezar a levantar. A esas viejas (mujeres) las enfermé solo para que vinieras. Ya no tienen nada; ya lo verás: todas están sanas. Vamos a tomarnos unos tragos y a platicar.

La voz del compadre sonaba rara, en cuerpo de mujer. Más raro aún se veía al tocar su bigote inexistente o colocar por encima de su nariz unos supuestos lentes redondos, que tampoco tenía.

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Entre trago y trago, el “compadre” le habló de la necesidad de luchar por la recuperación de las tierras comunales, en poder de los caciques locales, que en ese tiempo eran los temidos Augusto Castellanos y Carmen Orantes.

Le dijo que, aparte de la Resolución Presidencial que amparaban a los comuneros, existían Títulos Virreinales, de la época de La Colonia, que delimitaban miles de tierras que le pertenecían a la comunidad, y que debían regresar a su control.

“A cada copa que esa mujer tomaba, yo bebía la mitad, para no emborracharme. Se acabó la botella y ella pidió otra. Ahí fue que me indicó que él era Ricardo Flores Magón y que pronto llegaría a enseñarnos a luchar por la recuperación de las tierras y en pro de la revolución.

“Por esa mujer –Violeta– supe que don Ricardo había resucitado y estaría con nosotros en la recuperación de las tierras que nos pertenecían”; me contó El Viejo Antonio y así lo tengo registrado en la grabadora del celular.

Cuando la plática terminó, El Viejo Antonio creyó que Violeta necesitaría el apoyo de dos hombres para poder caminar, pero no hubo necesidad de nada. Ella se levantó sola y caminó segura por el corredor de su casa y, ya transmutada en mujer nuevamente, dijo que ella no había bebido nada, porque no le gustaba el alcohol, y que no conocía a El Viejo. Es más, agregó, ella no sabía de qué le estaban hablando.

Yo no le creí ni madres. Pero mi amigo fotógrafo que documentó la charla, terció con una historia parecida. Narró que, en un pueblo de la Sierra Norte de Puebla, falleció un señor, alcanzado por un rayo. Su esposa, “doña Fide”, no tuvo más alternativa que “aceptar el destino y velarlo”.

El hecho mágico sucedió en la noche, justo cuando los deudos y los amigos de don Rafita acompañaban el humilde féretro, en la sala de la sencilla choza. Todos los presentes vieron cuando, del cajón abierto, salió volando un caballito de color azul, alado.

Presurosos se acercaron y lo único que quedó en el féretro, según vieron, eran las ropas del difunto. “Después, cada que doña Fide sale al campo y ve un caballito en los potreros, le pregunta; ¿eres tú, Rafita?, y el caballito baja la cabeza y se echa a llorar. Cualquiera puede ver sus lágrimas”.

Vaya usted a saber si lo que escuché es cierto, pero así fue como, días después, llegó Ricardo Flores Magón a las montañas de la meseta chiapaneca; aquél lluvioso día en que se alimentaron con el cuerpo de una culebra que cazaron en la montaña.

“Firmes; presenten armas. Pecho a tierra. Cincuenta lagartijas. Marchen: uno, dos, uno, dos. Salto del tigre. Preparen, apunten, disparen contra el enemigo, ¡Fuego¡”.

Antes que él, ciertamente la LC 23 había tenido un comando en el mismo lugar del adiestramiento. Se trataba del Comando Lacandones, integrado por los hermanos Ismael y Reynold Díaz Coutiño; hijos del maestro Gaspar Díaz Reyes, también militante y Comisariado de los Bienes Comunales de Valles, asesinado en funciones por los caciques.

En ese mismo grupo militaban Francisco Javier Coutiño Gordillo, Sebastián Vázquez Mendoza y Bartolomé Pérez Hernández; pero a ninguno de ellos trató Ricardo Flores Magón porque éste “resucitó” después de la desaparición de los mismos.

El Osito no conoció a ninguno de ellos, porque en esos años estudiaba en la UNAM, en el Distrito Federal, a donde se graduó como economista.

Según su versión, él participó “en muchos operativos de la Liga”, junto a nuestro amigo Roberto; pero este último niega siquiera haber realizado algún operativo militar con esa organización. Lo hizo, sí, pero como militante del PROCUP, en varios estados de la República, pero principalmente en Tabasco, junto a su dirigente, Alex, uno de los que abandonaron al Ejército Popular Revolucionario (EPR) cuando se dieron las rupturas internas.

Lo último que contó El Osito, fue que su última estancia guerrillera la tuvo en una Casa de Seguridad del PROCUP, en la Ciudad de México, junto con Roberto y El Gordito de Espejuelos, pero dice que no le gustó “el discurso anticuado de esos cabrones”.

Decidió entonces retirarse de la militancia, porque como también argumentó con la LC23, “no estaban dadas las condiciones para la revolución en México”; según dijo y entregó su arma, una bonita Pietro Beretta, 9 milímetros, nuevecita, a su hermano, mi hermano, El Gordito de Espejuelos.


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