Los desaparecidos en México
El eufemismo más triste en México es “desaparición de personas”: una frase que parece un truco de magia, pero en realidad nombra la violencia más cruda y una secrecía atroz y calculada.
Los desaparecidos no tienen un único destino. Algunos son arrancados por el crimen organizado, otros se pierden en la complicidad del Estado, en la defensa de territorios frente a empresas extractivas, en redes de trata que los convierten en mercancía… Cada caso revela que la desaparición no es un accidente aislado, sino un tejido oscuro de intereses políticos, económicos y sociales.
México acumula más de 133,000 reportes desde 1950. Apenas unas centenas llegan a la sentencia: cifras que hablan de un país donde la justicia se evapora y la impunidad se multiplica. Incluso, el Comité de la ONU ya advirtió que las desapariciones aquí no son excepciones, sino un patrón sistemático.
Los desaparecidos habitan un limbo: fosas clandestinas, cárceles informales, traslados invisibles. La pregunta “¿dónde están?” no tiene una sola respuesta, es un abanico de destinos que reflejan la fractura de nuestra memoria colectiva.
Así, cada ausencia abre un hueco en la familia, la calle y la comunidad. Cada desaparecido convierte la geografía en un mapa de miedo y vulnerabilidad que nos recuerda que México, tierra que honra a sus muertos, hoy niega a miles el derecho más antiguo: la sepultura digna.
Y la incertidumbre, una agonía sin tregua, el indagar día y noche donde se haya quien desapareció. Una incógnita que se abre más y más al paso de las horas. La amenaza silente de tortura, de muerte lenta y despiadada, de tocar las plantas de los pies tierras desconocidas, de convertirse en guiñapos, herramientas de crimen, olvidados…
¿A dónde van los desaparecidos?, ¿quién reza por ellos?, ¿quién los busca?, ¿qué claman?, ¿qué olvidan?, ¿cómo mueren?, ¿sucumben rendidos?
Disminuyen cifras oficiales de homicidio, las de los desaparecidos crecen. En los primeros hay certeza. Tristeza, si, pero no hipótesis innumerables que cercenan, matan de a poco y condenan a no tener paz, quitar cualquier sosiego, negar a la familia los huesos de sus muertos.
Desaparecer es desarraigo, la condena a antiguos horrores: morir solo, terminar sin fe, tragar de a puños olvido.
Desaparecer duele porque es ausencia sin sentido, un viraje caprichoso con el que no puede generarse un duelo ni cerrar heridas. Desaparecer es una broma macabra, negar lo que existió, asfixiarnos en una garganta profunda que engulle cualquier signo de piedad y memoria.
Y un desaparecido lo es desde el momento en que se presenta un reporte ante la autoridad y se abre una carpeta de investigación. Entonces ya no es persona: es sombra, cifra, nada.
Que cada nombre borrado sea pronunciado en voz alta, hasta que la sombra vuelva a ser persona.
