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Extorsión: Ley sin Estado

Extorsión: Ley sin Estado

La extorsión es el único delito de alto impacto que no ha disminuido en México durante los últimos seis años.

Mientras el discurso gubernamental presume reducciones en homicidios o secuestros, las cifras de extorsión han seguido en ascenso. El propio gobierno lo reconoce: este delito creció un 28 % entre 2019 y el primer semestre de 2025. Y ante el fracaso acumulado, se ha presentado una nueva iniciativa: una Ley General contra la Extorsión, con cambios constitucionales para que este delito sea perseguido de oficio por el Estado y no dependa ya de la denuncia de la víctima.

Aunque a primera vista parece una respuesta decidida, en realidad es el reflejo de una incapacidad estructural para garantizar justicia y seguridad en el país. Se ha dicho que con esta ley el Estado asumirá la responsabilidad de perseguir el delito y que ya no se requerirá que las víctimas denuncien.

Pero eso no resuelve el fondo del problema: el 99.8 % de los casos de extorsión no se denuncian, según el INEGI. No porque las víctimas no quieran, sino porque temen represalias y no confían en las autoridades, así que propiamente, no es cuestión de apatía, es simple y llana supervivencia.

La propuesta, impulsada desde la Presidencia, pretende establecer un marco legal nacional para que los 32 estados armonicen sus códigos penales. Se contempla también la cancelación de líneas telefónicas usadas en extorsión, el congelamiento de cuentas bancarias por parte de la UIF, la creación de unidades estatales especializadas y la utilización del número 089 como canal nacional para denuncias anónimas.

Todo esto suena bien. El problema es que ya hemos escuchado este tipo de medidas en el pasado, y casi nunca se han traducido en acciones efectivas.

Congelar cuentas y cancelar chips telefónicos no desarticula redes criminales. Crear unidades estatales sin dotarlas de personal, presupuesto ni protocolos anticorrupción es solo reordenar el fracaso.

La iniciativa además deposita una fe excesiva en la capacidad de coordinación federalista, un escenario optimista que la realidad niega todos los días. Los Congresos estatales tienen agendas políticas propias, y muchos gobiernos locales carecen de los recursos mínimos para implementar nuevas estructuras legales.

Este centralismo disfrazado de armonización terminará en parálisis legislativa o en reformas cosméticas sin operatividad real.

Además, organizaciones especializadas como Perteneces A.C. y México Evalúa han advertido que la propuesta sufre de “maquillaje punitivo”: se agravan penas o se amplían facultades sin atender los vacíos fundamentales del sistema penal. No hay una estrategia integral de inteligencia, ni fortalecimiento de policías ministeriales, ni mecanismos reales de protección a víctimas y denunciantes.

A la fecha, sólo el 20 % de las denuncias por extorsión logran abrir una carpeta de investigación. De esas, apenas una quinta parte llega a juicio y obtiene sentencia condenatoria.

Eso significa que más del 96 % de los extorsionadores no enfrentan consecuencias. Ninguna ley, por bien redactada que esté, puede revertir una impunidad estructural si no hay voluntad política, capacidades técnicas ni controles efectivos.

Otro riesgo importante es que la ley, al declarar que el Estado puede iniciar procesos de oficio, centraliza aún más el poder punitivo sin garantizar transparencia, debida diligencia ni control judicial efectivo.

En un país donde el abuso de autoridad es frecuente, eso puede derivar en persecuciones selectivas o incluso en criminalización de la protesta y la disidencia, si no se establecen salvaguardas claras.

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A esto se suma un contexto político evidente: la cercanía del Mundial 2026 y la necesidad de mostrar resultados de cara a la próxima elección presidencial en 2030.

Las reformas contra la extorsión se presentan como símbolo de firmeza y eficacia, pero en el fondo también buscan legitimar a un gobierno que, aunque popular, no ha logrado contener la violencia cotidiana ni recuperar la autoridad territorial en regiones capturadas por el crimen organizado.

Mientras tanto, la extorsión continúa. El cobro de piso ya no se limita a negocios visibles: alcanza a repartidores, transportistas, trabajadores informales, migrantes, comerciantes digitales. Ocho estados concentran el 66 % de las víctimas. En algunos municipios, pagar extorsión es parte del presupuesto operativo. Y cuando el crimen organizado no extorsiona, lo hace la autoridad local bajo otros nombres: “cuotas”, “derechos”, “colaboraciones”.

El problema no es solo legal. Es profundamente político e institucional. Sin policías confiables, sin ministerios públicos capacitados y sin jueces que apliquen la ley sin miedo o favoritismo, la Ley General contra la Extorsión será otro proyecto que suena bien en tribuna pero fracasa en la calle.

Una ley nacional contra la extorsión no es en sí una mala idea; es apenas el mínimo. Pero sin voluntad política, sin justicia funcional y sin instituciones blindadas frente al crimen, será otro monumento legislativo construido sobre cimientos podridos. México no necesita más reformas que pretendan resolver desde el papel lo que se ha dejado crecer en la realidad. Necesita un Estado que funcione. Hasta entonces, ni el delito disminuirá ni la confianza regresará.

Tiempo al tiempo.


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