La violencia que no ven las voces estridentes


Por: Carlos Coronel
Visité hace poco Oxolotán, en Tacotalpa, para observar con atención la audiencia que tendría lugar en el poblado que parece flotar entre nubes. Quería mirar cuál era la actitud de los descendientes choles, reacios desde siglos a desconfiar, no sin razón, de las autoridades administrativas.
Como todavía los cerros no descendían de sus alturas, quise entrar al ex convento de Santo Domingo de Guzmán, una de las pocas joyas del siglo XVI que se conservan en Tabasco. Los encargados a la entrada me dijeron con profunda pena que no podía entrar porque estaba siendo remodelado.
Me resigné a caminar rodeando el conjunto, mientras pasaban a mi lado, saludando con ceremoniosa cortesía, ancianos que se dirigían a la cancha deportiva, a donde estaban estacionadas ya las unidades móviles de la Secretaría de Salud, con consultorio dental, farmacia rodante y mastografía. Iban a dar las siete y media de la mañana y la plaza estaba animada.
El ex convento con la parroquia en un ala del conjunto es impresionante; sentí como si los muros quisieran elevarse hasta los cielos; pude imaginar a cientos de esos hombres, antiguos nativos de esta tierra, cargando el peso de su evangelización.
Su fuerza corporal, “de pecho ancho”, diría el gran Jorge Luis Borges, estaba al servicio de los hombres de espada y caballo. ¿Qué habrán sentido cuando entraron por primera vez a aquel templo cristiano, levantado con su esfuerzo?
La dimensión no era ajena al espíritu de los colonizadores. Toda su proeza de dioses constructores, ante la magnitud de la obra, desaparecía. El opresor necesitaba siervos, esclavos, almas obedientes. No hombres poderosos. Al menos no la de los nativos.
Además, en la sangre de esos habitantes originarios, no podía caber el orgullo por aquellas piedras dedicadas a divinidades de tierras extranjeras, de dioses extraños, impuestos a la fuerza.
Todavía hoy, esos minerales de pie, gritan sordamente de la violencia y el sometimiento que han tenido que pasar los pueblos originarios. Violencia de la que, lamentablemente, muy pocas veces se habla o se reconoce.
PIEDRA SOBRE PIEDRA
En una esquina me topo con paredes incompletas. Los que interrogué por esta anomalía, me dijeron que fue la mano de las camisas rojas, en Tabasco, seguidores leales y armados del entonces gobernador Tomás Garrido Canabal.
Hay, incluso, una novela —mas no escrita por un mexicanos, por no decir un tabasqueño, que hubiera sido lo más natural— que aborda esta etapa anticlerical, vivida en Tabasco poco después de que las balas y cañonazos de la Revolución Mexicana cesaran.
La anomalía de paredes demolidas habla de nuevo, de otra gran violencia, aunque resulte la misma de siempre: Atropellada, cruel y deshumana contra los pueblos originarios.
Esta vez no es el hombre barbado con una espada y un catecismo, el que se apodera de vidas, tierras y creencias de la gente. Esta vez no es el conquistador de caballo, con espada en una mano y crucifijo en otra. Es el gobernante que con ley en mano atropella, comete injusticias, despojos.
La voluntad de los pueblos originarios, su suerte, no les importa. Es la desacralización del hombre, a costa del hombre.
Dice en alguno de sus libros, el rumano sin patria, Emile Ciorán, que para derribar una gran fe o creencia, hace falta levantar otra del mismo tamaño. Pero ni la evangelización ni la desacralización vivida en Tabasco les dio a esos pueblos una gran verdad que los hiciera rebelarse o levantarse contra la violencia de lo que a su paso por Tabasco, ese novelista inglés que inmortalizara este periodo en su novela El poder y la gloria, llamó “El estado sin dios”.
Dos pasajes históricos que duraron, en el primer caso, varias centurias, y en el segundo, una gran parte de la primera mitad del siglo XX.
Violencia telúrica, emocional, corporal, que hizo sufrir y temblar a todas las comunidades locales. De la que casi nunca se habla. Porque desde siempre los pueblos originarios no importaron ni a los extranjeros colonizadores ni a los descendientes de estos que siguieron gobernando con armas y extremaunción.
DE AQUÍ NO ME VOY
— ¿Cómo está la seguridad? -pregunto a una mujer que hace quesadillas en una esquina del quiosco.
— Acá no tenemos ese problema. Somos un pueblo tranquilo, la gente se conoce y ayuda. Si pongo un puesto, todos vienen y apoyan. No hay necesidad de robar porque la gente le busca y no está sola.
A unos pasos, hay otra señora, más joven, vendiendo tostadas y postres. Hago la misma pregunta.
—Yo tengo un año y medio viendo aquí. Soy de Puebla, pero trabajaba en Baja California. Allá conocí a quien es mi esposo, tabasqueño, originario de Oxolotán. Luego del nacimiento de nuestra hija, decidimos volver a su tierra. Y la verdad es muy tranquila aquí. La gente se conoce, no se hacen daño, es más se ayudan. Soy feliz de vivir en este lugar.
LÁGRIMAS DE COCODRILO
Mi generación, que tendría por aquel tiempo más de diez años de edad, fue marcada por una imagen televisada: Un hombre patilludo, en la máxima tribuna del país, lloraba por la salida de divisas que sangraba el país. El golpe de su puño sobre el atril anunció la devaluación del peso y la inflación de la economía mexicana.
El hombre que revelaría al llorón continuó devaluando el peso y abrió el camino para los gobiernos neoliberales, que siguiendo el ejemplo de la Dama de Hierro, comenzaron a desincorporar las empresas estatales.
Aquello ocasionó una depauperización de la clase trabajadora y de los pueblos originarios, dedicados desde siempre al cultivo de la tierra.
Sin subsidios ni precios de garantías, sin posibilidades de acceder a mercados, insumos y créditos, el efecto en el sureste fue una violenta política económica de parte de los gobiernos neoliberales. Entre 1982 y 1994, los precios internacionales del cacao y el café se desplomaron un 70’%.
Esa política neoliberal, impulsada por sexenios neoliberales, solo vio en los pueblos indígenas mano de obra barata y sus bosques, ríos, lagunas y mares, fuentes nada más de explotación sin límites.
De esa la violencia telúrica, esta vez perpetrada por presidentes neoliberales y los gobiernos estatales priistas corruptos, expertos en violentar a las comunidades, no se habla.
Apenas en las ciudades se ha empezado a hablar de “violencia en Tabasco”, cuando ésta ha estado cebándose desde hace siglos sobre las comunidades indígenas por opresores desalmados.
De la otra violencia, la que afectó a comunidades enteras y empobreció a la clase trabajadora, las voces estridentes de ahora no dijeron nada.
Como no hablan ahora de los que está transformando a nuestro estado en estos 100 días de gobierno: Casas para que las comunidades vivan dignamente, créditos a la palabra a pequeños productores, regularización de la tierra a personas que viven en situación vulnerable, pensión a adultos mayores, programas para sembrar y transformar lo sembrado con un valor agregado.