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Una historia que contar

Una historia que contar

Una historia que contar

Lobo Negro Comadreja Oso, siempre supo disfrutar la pobreza. Sabía que era pobre con zapatos rotos, pantalones decolorados y remendados; ropa interior agujerada, luida; calcetines desgarrados; piel reseca, siempre con sonrisa cristalina, encantadora, mirada curiosa, calculadora, inocente.

 

Sus mejores aliados: las libélulas rojas, violetas, amarillas; quijotillos, ajolotes, ranas, salamandras, lagartijas, tarántulas, perros, víboras y chiquillos adinerados.

 

Aunque era agradable para las niñas con vestidos almidonados, con trenzas y moños llamativos, nuca cedió ante sus encantos; sólo las miraba y sonreía con ellas.

 

Durante toda su fiera infancia Lobo Negro trajo estampada en su mente la figura y el rostro de Alma una niña singular.

 

Alma portaba con gallardía y aplomo sus apellidos desafiándolo con miradas tiernas y sonrisas seductoras, Lobo nunca sucumbió, se impuso y así creció un afecto eterno que aún disfrutan a la distancia, sin saber la existencia el uno del otro.

 

Alma vivía en casa de dos niveles, con calles asfaltadas, con banquetas alumbradas desde postes de concreto, justo donde terminaban las llanuras polvosas y lodosas según las lluvias y sequías.

 

Lobo vivía entre dos cuartos con techo de láminas y piso de tierra; sin agua ni drenaje; sólo una fosa séptica, por fortuna fuera de las habitaciones.

 

Las casas de los vecinos tenían baño con regadera y calentador de leña, pisos con losetas de colores, cocinas con mosaicos barrocos y aburridos, cada quien dormía en su cama y las mascotas afuera de sus habitaciones; eran gatos y perros.

 

Lobo solo tenía a su perro color canelo, fiel protector, guardián inseparable, con quien platicaba de todo y el can sólo movía las orejas y la cola en actitud doctoral.

 

Las noches de Lobo olían a parafina, a humo de cerillo a café de olla.

 

En el silencio, Lobo escuchaba los aleteos de insectos, los susurros del viento, el tintineo del reloj y cuando el tic tac del corazón, todos, al unísono, formaban un concierto sincopado con los ronquidos y respiraciones despreocupadas del resto de su familia.

 

Por los huecos de la casucha se asomaban las muecas de las estrellas, el infame frío o el despiadado calor y cuando los sueños y pesadillas se escapaban, eran los tiempos de hacer patria y multiplicar a la familia.

 

En una ocasión, mientras la noche avanzaba y su poder se desvanecía, el hambre crecía en el vientre de los durmientes en tanto otros seres sacian su apetencia con las migajas del día anterior y en complaciente camaradería participan del festín las mascotas incómodas de los pobres: roedores y sabandijas rastreras.

 

Antes de clarear el día había que hacer fila en el pozo de agua para acarrearla con aguantadores; un palo con dos lazos o cadenas en las puntas y en cada una de ellas una cubeta para trasladarla a los tinacos y depositarla en cuanto cacharro pudiera almacenarla.

 

Ahí, luego de los saludos mañaneros, las quejas por robos a sus casas habitación durante la madrugada, acapararon la atención. Cada víctima relató con lujo de detalles las auditorias de lo que se habían robado, en tanto, Lobo ya había terminado con su tarea matutina.

 

Pobre del pobre que roba a los pobres y enciende los juegos pirotécnicos del enojo, la ira y el rencor que les han de iluminar su camino de fechorías hasta su última morada, por los cuatro costados.

 

Las amargas reseñas se difuminaron con los primos rayos de sol. Lobo, como todos los días, luego de acicalarse y romper el ayuno con una taza de leche con chocolate y un pan de dulce o bolillo a correr por laberíntico recorrido para llega a la escuela.

 

Corría tan fuerte como sus piernas le daban velocidad, siempre con mucha anticipación; aún a paso lento, Lobo tenía suficiente tiempo para llegar al colegio.

 

Huía de dos mujeres, sus vecinas, que a toda costa querían emparentar con él. La mamá hacía planes y la hija sólo miraba tristeando al veloz Lobo, quien ya en el patio se confundía entre sus compañeros.

 

A la salida de las clases del día, el asecho femenil presente como la ceremonia a la bandera de cada lunes.

 

Lobo era muy escurridizo y camino a casa se detenía a jugar volados de estampitas, rayuela, tacón o canicas para ganar recursos para el día siguiente gastar a la hora del recreo.

 

Lobo tenía la fortuna de ser muy bueno para los juegos de azar, sobre todo con las suertes de trompo y yoyo.

 

Su pericia le dejaba buenos dividendos. Una vez alcanzado el botín que no llamara la atención en casa, pasaba a cultivarse a un puesto de renta de cuentos y revistas.

 

Desde un rincón veía pasar a sus acosadoras y hábilmente las iba siguiendo hasta que entraban a su casa y ya luego él a la suya donde le esperaba una paliza por llegar tarde, tras ser acusado por sus perseguidoras de juntarse con vagos.

 

Así los días con sus noches.

 

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Un día de tantos se anunció el accidente y la muerte de una virgen.

 

Lobo quedo aturdido ante la noticia, era una vecina y, ¿virgen? Dio credibilidad de la muerte al ver que el vecindario se dirigió a la casa de la fallecida con ramos de flores, veladoras, rezos, pañoletas, velos, rosarios y con ropas negras, como cuando van a misa.

 

Lobo preguntó a su madre ¿por qué las vírgenes se mueren? Rogó le contara todo, ¿cómo es que una virgen muere?

 

Por fin se enteró entre los comentarios parroquiales afuera de la casa de Isabel, la fallecida. En la cabeza de Lobo todas las preguntas se agolparon. Él jugó con ella a atrapar jicotes y amarrar un hilito en sus patitas; a jugar con las catarinas y atrapar libélulas.

 

¿Jugué con una virgen? ¿Qué milagro es ese?

 

Quedó con la duda eterna, por siempre ¿Cómo es que a una virgen la velan en una caja de madera blanca y luego la entierran? ¿Cómo es que las virgenes llegan a los altares y cómo es que salen a jugar a la calle?

 

Sin entender escuchó los lamentos de la madre de Isabel: “se fue mi hija, pequeñita, sin ningún pecado, se nos fue virgencita”.

 

Una vez enterrada, Isabel, la virgen, le dieron permiso a su hermano, El Topo, de salir a jugar siempre con la consigna de correr y ponerse abusado cuando pasara un coche y más si era un camión. Luego se supo que a Isabel la atropelló un camión de los Chimecos.

 

El Topo era divertido, sobre todo en su hablar al estilo campesino. Nos íbamos, a escondidas a cazar ranas y víboras al llano inundado de lodo; ya habían pasado las lluvias y era el momento de que los ajolotes se convirtieran en ranas.

 

El Topo me enseño a vender esos bichos en el mercado; un peso, cincuenta centavos por frasco, justo lo que costaban las alitas, patas y pescuezos de pollo rostizado o para tres tacos de nada, bañados en salsa verde con cilantro que vendía la mamá de Luisa, las más bonita de la escuela.

 

Luis, otro amigo de Lobo, nunca se llevó bien con El Topo por ser campesino. Un día un grupo de chamacos agarraron a golpes a Luis saliendo de clases y entró al quite El Topo y como pudo pambeó a los agresores. Humillado, Luis se fue corriendo a su casa.

 

Al día siguiente, Luis le regaló su sándwich de jamón bien preparado al Topo, los dos, se hicieron grandes amigos hasta la eternidad. Luego, los tres, muy buenos amigos; Lobo les enseñó todos sus secretos para ganar siempre, hasta la eternidad.

 

Para, Lobo la pobreza siempre fue una gran oportunidad para enfrentar los retos con inteligencia. Supo disfrutar de la naturaleza, con lo que hay, con lo que existe, con el presente; con un mañana calculado y diseñado desde el hoy que siempre deja saldos, a favor o no.


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