La muerte de Urzua
La muerte no es el último sueño, es el último despertar. Camelot.
Carlos Manuel Urzúa Macías murió repentinamente, a sus 68 años. A veces la muerte anuncia su llegada y a veces no. Si la muerte pisa mi huerto, quién firmará que he muerto de muerte natural, diría el poeta. La muerte llega como relámpago. Fulminante. Murió una gente que reñía con el presidente AMLO, después de haber sido un fiel colaborador de años como el primer secretario de Hacienda y, cuando llegaron al poder, vio que el camino se torcía para otro lado, como hicieron varios, Lily Téllez y Germán Martínez, entre otros, y se fueron por otra vereda, una veredita alegre, con luz de luna o de sol. Una mañana antes de morir, Urzúa escribió una férrea crítica al presidente, por contagiarse del petróleo y olvidar el agua, como si los humanos bebiéramos petróleo. Había denunciado el desvío de 600 mil becas de viejitos del programa Bienestar, ya fallecidos. Otro día antes marchó como millones de mexicanos y un día después murió de un infarto fulminante en su casa, asegura la familia. Pero en el entorno de las redes sociales se habló de un crimen, como el que ocurrió con el disidente ruso que Putin mandó a la muerte. Ya saben ustedes cómo es Putin con sus enemigos. O los envenena o les inventa infartos o muertes misteriosas. Cuenta la familia y trascendía ayer mismo, que resbaló de unas escaleras y que, con probabilidad, allí le vino el infarto. De cualquier manera, el presidente un día después lamentó su muerte y criticó a quienes sospechaban de su fallecimiento. Era una gente de primera, dicen quienes lo conocían y habían tratado. David Páramo de Imagen en Ciro Gómez Leyva lo llenó de elogios. Lo que es un hecho es que Xóchitl Gálvez pierde a un gran economista, a una gente seria que, cuando vio que el rumbo de AMLO tomaba otro camino, él se fue y se marchó y a su barco le llamó libertad. Descanse en paz.
El Gazapo
Un Gazapo, según la Academia de la Lengua española, es a veces un error involuntario. Equivocación por descuido o inadvertencia, aunque sea sin dolo: error, fallo, desacierto, equivocación, omisión, falta, errata, gazapo, desliz, descuido, apendejamiento, diría yo mero. Eso me ocurrió apenas cuando confundí que Adolfo Ruiz Cortines jugaba ajedrez y no permitían que le ahorcaran la mula de seises. Lógico, el juego era el dominó. Como se fue a los diarios, allí nadie puede reclamarte, pero en las redes sociales varios de ellos me hicieron la aclaración. Mi mente debió haber andado por las nubes, o esas mañanas en que te levantas y no das una. Pero, aproveché y me fui a la historia para rememorar una anécdota del viejo zorro de la política, Adolfo Ruiz Cortines, que solía jugar en Veracruz con sus cuates el dominó. Cuenta Humberto Romero, su biógrafo
La parte muy humana
Dice que a Ruiz Cortines no le gustaba salir del país, pero que se vio obligado a reunirse con el presidente Eisenhower para inaugurar la Presa Internacional Falcón, localizada entre Tamaulipas y Texas.
“¿Cómo le fue con el héroe de la Segunda Guerra Mundial?”, le preguntó Humberto. Don Adolfo miró a los ojos a su secretario de Prensa y con esa “serenidad y filosofía patriótica” que lo caracterizaba le contestó: “Al presidente de Estados Unidos hay que hablarle de pie. Nunca de rodillas, porque no alcanza a escuchar”.
Se cuenta que, cuando era secretario de Gobernación y ya se acercaba la sucesión de Miguel Alemán, solía simular mayor vejez a sus 62 años, y alguna enfermedad, desde luego sin mencionarla. Cierta ocasión recibió a unos paisanos veracruzanos. Se había maquillado con una palidez enfermiza. Los recibió sentado y se disculpó por no pararse simulando la dolencia de su espalda. Les dijo que la política era para jóvenes sanos no para viejos enfermos. Que, por eso, ya ansiaba que terminara el sexenio y que, en el futuro, le pediría a Fernando Casas Alemán que lo nombrara en la aduana marítima de Veracruz, porque el clima porteño lo beneficiaba y que estaría tranquilo con un salario fijo y seguro.
Los jarochos, al oír esto, se despidieron presurosos y corrieron hacia el Zócalo para inclinar sus espaldas ante Casas Alemán. Al llegar a la Regencia los recibió el secretario particular, José Cándano, con un rostro de profunda tristeza. Les preguntó qué hacían allí perdiendo el tiempo. Que “el bueno” era Ruiz Cortines y que esa misma mañana se haría oficial. Los lambiscones se maldijeron a sí mismos. Tuvieron el boleto premiado en las manos y lo tiraron al caño. Alguno recordó que, por pendejos, no repararon en que Ruiz Cortines ya tenía su escritorio limpio y vacío.