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Una nueva idea de Nación

Una nueva idea de Nación

Una nueva idea de Nación
Por Mouris Salloum George

Para llegar a tener una idea de Nación tuvo que hacerse un discurso sobre el pasado y el futuro. Edificar mitos, destruir páginas negras de la cadena de traiciones entre los caudillos revolucionarios, elaborar un decálogo de heroicidades, construir el respeto a los símbolos comunes, fundar ideas y proyectos sobre lo generalmente aceptado. Fué una tarea titanica.

Para ser obedecido, el régimen tuvo que afirmarse. Lograr un consenso sobre el tamaño de la población, el contorno de la lucha política, estructurar los elementos dispersos de la estructura social, amalgamar  y conectar geografías hurañas, establecer los métodos diplomáticos. Todo esto requirió de un elaborado proceso.

Aquí es donde participaron los pilares de la modernidad, los autores y maestros del nuevo discurso mexicano, los que definieron la idea de la Nación con base en los misales cívicos. No hubiera podido lograrse la estabilidad y la gobernabilidad si éso no hubiera estado previamente  en el pedestal.

Enclavado México en la misma latitud del desierto de Sahara y de otras zonas desérticas del planeta, cada año caen en promedio sobre nuestro territorio apenas 70 centímetros de lluvia que desde luego se filtra en el suelo, o se va al mar, o se evapora, o se debe retener en presas y canales.

El 90% del territorio es seco, el 10% restante es húmedo. Surcado por dos enormes cordilleras, está fragmentado en múltiples microclimas, con pendientes muy inclinadas que lo hacen erosionable e impropio para la agricultura. No es el cuerno de la abundancia de Humboldt. Mesetas, laderas y cañadas han sido el asiento de 80 grupos aborígenes que hablan 152 idiomas diferentes.

Millones de indígenas monolingues y bilingues, aún marginados de las condiciones materiales de existencia.‎ Pocos países de la tierra deben hacer un esfuerzo gigantesco de integración. La mayor mezcla de sangres en la edad moderna se fraguó entre españoles, aztecas, mayas y purepechas. Cortés no ha sido inmortalizado, mientras Cuauhtemoc sí.

Las colonizaciones europeas traídas por Benito Juárez y Porfirio Díaz no se arraigaron como en el cono Sur. Los aludes de inmigración en el Norte de América, Brasil y Argentina prendieron. Si hoy volviéramos a intentarlo, los extranjeros se instalarían en la cúspide de la pirámide social.

Cuando México se independizó, el 10% eran españoles y criollos, el 30% indígenas puros, y el 60% de la población constituían las 16 castas que eran designadas por extravagantes nombres vinculados a la sangre negra diseminada en particular en las costas del Atlántico y Pacífico traídas para las cosechas.

Tenemos lastres con el pasado colonial no superados. Sobreviven ocultos esos impactos  lacerantes‎ que siguen expresándose en una sociabilidad pasiva o desconfiada o conflictiva o inequitativa. A clases medias numéricamente escasas hasta la fecha, corresponde la crispación, la anarquía descapitalizadora y la autocracia liberticida.

La Madre Patria de la contrarreforma- adicta a un fiero dogmatismo y al tribunal de la Santa Inquisición – quedó rezagada en el pensamiento científico y en la transformación industrial, social y política. Se formó el cerril conservadurismo frente a la apertura liberal.

Iban y venían planes salvadores conocidos por sus respectivas toponimias ; constituciones y bases orgánicas ; regentes y emperadores; triunviratos y pentarquias; lugartenientes del imperio y presidentes constitucionales; usurpadores y meros encargados del poder ejecutivo; interinos y provisionales ; congresos constituyentes y presidentes simultáneos, cada uno de los cuales reclamaba para sí la legitimidad y salían alternativamente del Palacio Nacional.

Durante doscientos años nos dimos 16 cartas fundamentales de derecho público, y cambiamos 15 en menos de un siglo. La inestabilidad fué la constante hasta la segunda y tercera década del pasado siglo. De 1821 a 1971 registramos 115 cambios en el titular del Poder Ejecutivo; 58 gobernantes individuales y siete cuerpos colectivos.

En los 60 años de máxima ingobernabilidad tuvimos 95 gobernantes sietemesinos. El cojitranco Santa Anna le confesó a Vicente Riva Palacio que la República era una palabra “muy bonita y que le sonaba bien”, razón por la cual la había adoptado al triunfar el Plan de Casa Mata, que derrocó a Iturbide.

No transcurrió mucho tiempo sin que el poder ejecutivo concentrase mayor fuerza que el poder legislativo y el judicial juntos. O bien, que como reacción a tal concentración se desatase la anarquía. Y así vivimos pendularmente, de la autocracia a la anarquía.

 

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Los autores del discurso de la modernidad y de la idea de Nación tuvieron que cerrar dolorosas experiencias adquiridas durante nuestra vida como nación autónoma. Curaron la memoria histórica, podría decirse. La desaparecieron de muchos libros de texto y de fuentes históricas originales.

Marginado de toda actividad política como estuvo el pueblo mexicano durante tres siglos de coloniaje y dos de anarquía y despotismo, cuando al fin determinó su destino nacional después de haber empunado las armas no sabía cómo intervenir en los asuntos de la patria.

La política cotidiana, ejercida pacíficamente, le era por completo ajena; no estaba entrenado para hacer observar sus derechos políticos. El pueblo tenía, sí, vocación libertaria, pero de ahí para adelante, se sometió a los caudillos. Durante décadas, los mexicanos lucharon más con el fusil que con la papeleta electoral en las manos.

El sufragio universal, directo y secreto casi constituye entre nosotros una novedad histórica. A pesar de ello, debemos reconocer que cuando los Estados Unidos tuvieron que elegir entre Kennedy y Nixon, todo un parteaguas de la posguerra, sólo votó el 60% de electores.

El pasado primero de julio, votó el 75% de los ciudadanos. Un logro realmente extraordinario, que dejó estupefacto al mundo. Era la reacción del rechazo a tanta molicie y corrupción.

Todo pueblo merece la opción de experimentar en cabeza propia. Ningún país debe ser producto de la copia. Debemos ser respetuosos de nuestro discurso nacional, a la vez que adoptamos las medidas necesarias para superar tanta frustración. No hay otra manera de probar que podemos, aunque nos lleve tiempo armar el rompecabezas.

Que la austeridad será larga y amarga, cierto. Que habrá que reinventar el discurso nacional, también.  Pero no podíamos esperar cruzados de brazos a que viniera otro remolino…y nos alevantara


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