El agua de lluvia ya no se puede beber en ninguna parte del mundo


La Chispa trae noticias impactantes que demuestran un nuevo nivel de la crisis ambiental: el agua de lluvia ya no se puede beber. Lo que por siglos fue símbolo de pureza hoy representa una amenaza silenciosa. Estudios recientes confirman que incluso en los lugares más remotos, como la Antártida, el agua de lluvia contiene niveles peligrosos de sustancias químicas conocidas como PFAS, o “químicos eternos”.
¿Por qué el agua de lluvia dejó de ser segura?
Los PFAS son compuestos sintéticos que se utilizan en productos cotidianos por su capacidad de resistir agua, calor y grasa. Están presentes en artículos tan comunes como sartenes antiadherentes, ropa impermeable, cosméticos, envases de comida rápida y espumas contra incendios.
Pero su resistencia es también su mayor peligro: estos químicos no se descomponen fácilmente y permanecen activos durante siglos, contaminando el agua, el aire, la tierra y el cuerpo humano.
Efectos tóxicos y permanentes
Estudios científicos, como el publicado en Environmental Science & Technology, revelan concentraciones de PFAS que superan los límites establecidos por la Agencia de Protección Ambiental de EE. UU. El ácido perfluorooctanoico (PFOA), uno de los más estudiados, se ha relacionado con cáncer, enfermedades hepáticas y daños hormonales. Y lo más preocupante: el agua de lluvia ya no se puede beber, ni siquiera tras filtrarla de forma convencional.
Una nueva lluvia ácida amenaza el medio ambiente
Esta nueva “lluvia tóxica” no se parece a la lluvia ácida de los años 80, pero sus consecuencias podrían ser peores. Aunque muchos países han reducido o prohibido los PFAS, la naturaleza recicla estos químicos: vuelven al aire con el polvo, caen con la lluvia, se infiltran en los suelos y ríos, y regresan a la atmósfera, perpetuando un ciclo del que es casi imposible salir.
El desafío global de los PFAS
Martin Scheringer, coautor del estudio, afirma que ya superamos el límite planetario de seguridad para estos compuestos. Los científicos intentan desarrollar métodos para destruirlos en el laboratorio, pero escalar estas soluciones a nivel global sigue siendo un reto monumental.