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Educación internacional bajo amenaza

Educación internacional bajo amenaza

Educación internacional bajo amenaza

Las recientes declaraciones del presidente Donald Trump sobre los estudiantes internacionales en Harvard reavivan un debate tan complejo como sensible: el papel de la educación superior en un mundo globalizado frente a una visión nacionalista y de seguridad.

Trump, a través de su red Truth Social, exigió a Harvard que revele los nombres y países de origen de sus estudiantes extranjeros, cuestionando que casi un tercio de su matrícula provenga del exterior. “Queremos esos nombres y países”, dijo, sugiriendo que naciones consideradas hostiles a Estados Unidos deberían financiar la educación de sus ciudadanos en instituciones estadounidenses. La insinuación implícita —que estos estudiantes representan un riesgo o una carga— no solo es infundada, sino profundamente contraproducente.

En primer lugar, Harvard, como muchas otras universidades de prestigio global, atrae talento de todos los rincones del planeta precisamente por su excelencia académica, y esa diversidad no es un defecto, sino una de sus mayores fortalezas. El hecho de que 6.793 estudiantes de al menos 147 países hayan optado por formarse allí no solo habla del poder de atracción del sistema educativo estadounidense, sino también del rol estratégico que este desempeña en el liderazgo global del país.

Segundo, el argumento de que estos países “no pagan nada” por la educación de sus estudiantes ignora una realidad esencial: los estudiantes internacionales no acceden a financiamiento federal. Muchos de ellos pagan matrícula completa o reciben becas institucionales competitivas, lo que representa ingresos significativos para las universidades y la economía en general.

Más preocupante aún es el tono de sospecha con el que Trump se refiere a estos jóvenes, como si fuesen agentes encubiertos de gobiernos hostiles y no personas que buscan una oportunidad educativa. Es una narrativa peligrosa que criminaliza la diversidad y siembra un ambiente de desconfianza en los campus, justo en un momento donde el mundo necesita más puentes, no muros.

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El intento reciente de prohibir la matriculación de estudiantes extranjeros en Harvard, bloqueado temporalmente por un juez federal, revela hasta qué punto esta retórica puede convertirse en acción institucional. Si la educación superior se transforma en un campo de batalla ideológico, Estados Unidos corre el riesgo de perder su posición como destino académico líder en el mundo.

Es legítimo discutir cómo se financia la educación y qué compromisos deben asumir los países de origen. Pero usar a los estudiantes como peones políticos no es la vía. El futuro de la educación —y del país— depende de nuestra capacidad de atraer, formar e integrar talento global, no de aislarlo.


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