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Minihistorias

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MARGARITA MAGÒN

Fernando Benitez (+)

Doña Margarita, no pudo resistir tantos golpes.  Se acercaba el fin. Algunos amigos gestionaron  ante el mismo  Porfirio Díaz  que los hermanos (Jasùs y Ricardo, que estaban  presos  por criticar  al dictador)  despidieran a su  madre.  La  petición  fue rechazada y sentado  Enrique  al lado de la cama  donde yacía  extenuada  la mujer que en el sitio de Puebla  animaba  a los defensores con su ardiente boca de labios temblorosos y los hermosos cabellos castaños agitados  por el viento, mascullaba colérico:

 

-Maldito monstruo,  negarle a mi madre el último consuelo de decirle adiós a Jesús y a Ricardo. Tengo otra deuda más que cobrarle.

 

Margarita volvió la cabeza y abrió sus grandes ojos:

 

-¿Dijiste  algo, Enrique?

 

-Pensaba en Jesús  y Ricardo.

 

-Yo también  ahora mismo  recordaba el día en que los traje de Teotitlán,  metidos,

como pollitos,  en dos cestas. Y el inspector queriéndonos achar…

 

Su decisión de hacerlos abogados para que defendieran los derechos de los indios, había  ido demasiado lejos.  Causando la muerte de Teodoro (su esposo) y quizá causaría la muerte de sus  muchachos. El hijo de Chepe los perseguía agitando su látigo armado de una estrella de acero cortante.

 

Llamaron a la puerta y Enrique la abrió. Era un hombre de levita, sombrero  alto y zapatos  de charol. Pidió hablar con la señora Flores Magón. Margarita lo hizo entrar y le ofreció una silla.

 

Perdón usted –le dijo-, me cuesta mucho trabajo hablar.

 

-Sólo tengo el honor de hacerle  una propuesta  de parte del presidente  don Porfirio

Díaz.

 

-¿De veras? ¿De qué se trata?

 

– El presidente  le promete, bajo su palabra  de honor, que en menos de media hora sus hijos quedarán en completa libertad.

 

-Enrique,  parece que he juzgado mal al Presidente.

 

-Sí, mamacita. Yo también le debo excusas por esta generosidad.

 

-Que vengan pronto, señor. Temo que no duraré mucho tiempo.

 

-Espero  que no…

 

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-Por favor, no pierda un minuto –rogó ella.

 

-El señor Presidente les dejará libres con una pequeña condición.

 

-Una condición que yo tengo que cumplir, ¿no es eso?

 

-El Presidente sólo quiere que usted le pida a sus hijos, como última voluntad, que dejen de atacarlo.

 

 

Afuera caía la lluvia. Margarita habló con voz tranquila.

 

-Dígale  al presidente  Díaz  que prefiero morir sin ver a mis hijos.  Y lo que es más, dígale que prefiero verlos colgados de un árbol a que se arrepientan de lo que han hecho o retiren una palabra de lo que han escrito.

 

El hombre, levantándose, respetuoso, salió  en silencio, subió a su coche y partió. Nada  había que añadir.  Hasta  el último minuto, la madre decidía  la suerte de sus hijos.   Había   vencido   la  adversidad  y  ella  encarnaba  todo  lo  que  un  pueblo humillado podía dar de sí en las peores calamidades.

 

-Mis  hijos,  mis  hijos  –decía  tendiendo  su  mano  helada  a  Enrique  que  la  tomó frotándosela suavemente.

 

Media hora después estaba  muerta. Una dulce paz invadió su rostro atormentado. PD. Un recuerdo glorioso como reconocimiento a las mujeres.


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