México en la mira: el adversario incómodo de Estados Unidos


México ha sido etiquetado como “adversario” por la fiscal general de Estados Unidos, Pam Bondi, durante una audiencia en el Senado norteamericano. En un discurso que retumbó más allá de los muros del Capitolio, Bondi mencionó al país junto a Irán, Rusia y China como parte de un bloque que amenaza la seguridad nacional estadounidense.
Más allá del efecto mediático inmediato, la declaración inaugura una narrativa diplomática con consecuencias concretas: construir, desde el corazón institucional de EU., una imagen de México como actor hostil. Un país enemigo. Un estado fallido.
Se trata de un escalón discursivo tan peligroso como deliberado. No es una metáfora ni un simple exabrupto: en los marcos legales y estratégicos de Estados Unidos, la designación de un país como adversario justifica restricciones comerciales, sanciones, limitaciones en cooperación bilateral e incluso acciones unilaterales bajo el principio de seguridad nacional.
El término es usado por el Pentágono, el Departamento de Estado y agencias como la CIA o el FBI para categorizar amenazas reales o potenciales. México ha sido incluido allí. Y esto, aunque parezca una aberración para cualquier observador razonable, tiene lógica interna si se adopta el enfoque paranoico que ha dominado el pensamiento de seguridad estadounidense en las últimas dos décadas.
La acusación principal: que México permite la operación de cárteles que inundan el mercado estadounidense con fentanilo, una droga sintética responsable de más de 74,000 muertes en ese país solo en 2023. Sin embargo, múltiples informes de la DEA contradicen la simplificación. El 85% del fentanilo que ingresa a EE.UU. lo hace por puertos legales de entrada, principalmente en la frontera con California y Texas, y muchas veces transportado por ciudadanos estadounidenses. No se trata de una oleada clandestina operando en la oscuridad del desierto; es un problema estructurado, logístico, transfronterizo. Y compartido.
El enfoque estadounidense omite también un dato central: más del 70% de las armas ilegales utilizadas por los cárteles mexicanos provienen de Estados Unidos. Adquiridas en ferias de armas o en tiendas donde no se requiere mayor papeleo, estas armas atraviesan la frontera con una facilidad alarmante. Son rifles automáticos, armas de alto poder, que terminan en manos del crimen organizado. México vive una violencia alimentada por el mercado estadounidense: armas que entran y drogas que salen. La espiral, lejos de ser unilateral, es simétrica.
Lo más inquietante es que Estados Unidos actúa como si esto no fuera un sistema de corresponsabilidad. Como si el problema del narcotráfico pudiera explicarse sólo por el lado de la oferta y no por la demanda. En 2024, el mercado ilegal de opioides sintéticos generó ganancias superiores a los 20 mil millones de dólares en EE.UU. Las rutas, los laboratorios, las pandillas locales, los distribuidores callejeros y las redes financieras de lavado operan en suelo estadounidense. Si México es el lugar donde se sintetiza una parte de esta droga, Estados Unidos es el espacio donde se consume, se distribuye y se blanquea. Y donde se produce la muerte masiva.
Llamar “adversario” a un país con el que se comparte una frontera de más de 3,100 kilómetros, con el que se tiene un comercio diario de 1.7 mil millones de dólares, con el que se han construido cadenas de suministro, sistemas energéticos interdependientes y relaciones culturales profundas, revela no solo una miopía estratégica, sino una peligrosa irresponsabilidad. La frontera entre ambos países es hoy la más dinámica del mundo occidental: cada día cruzan más de un millón de personas legalmente, y 6 mil camiones de carga mueven productos que integran las economías de ambas naciones. No hay muro —ni físico ni retórico— capaz de contener eso.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha recibido estas declaraciones en un momento crítico para la región. Su gobierno ha expresado una posición firme de rechazo a la calificación, pero ha optado por mantener canales diplomáticos abiertos. La respuesta institucional ha sido prudente, pero no por ello débil. El mensaje desde México ha sido claro: cooperación sí, sometimiento no. Porque lo que está en juego no es sólo el honor nacional —aunque también lo es—, sino la posibilidad real de construir una política compartida frente a crisis que no pueden abordarse de manera unilateral.
Estados Unidos debe reconocer, si quiere avanzar, que México no es el adversario. Es el espejo. El crimen organizado no tiene pasaporte ni bandera: opera en los resquicios legales, se nutre de la corrupción de ambos lados, trafica en las grietas sociales de dos países que, por historia y geografía, están condenados a entenderse. Si Estados Unidos quiere frenar la crisis del fentanilo, deberá mirar hacia dentro: a su industria farmacéutica, a sus sistemas de salud, a su falta de control de armas, a su estructura de consumo. México puede —y debe— colaborar en esa agenda. Pero no puede ni debe cargar solo con el costo político ni con la criminalización diplomática.
Las palabras no son inocuas. Cuando una fiscal general, en audiencia oficial, llama a México “adversario”, está sentando un precedente peligroso. Está legitimando la posibilidad de acciones más agresivas: desde sanciones hasta operaciones encubiertas. Está rompiendo el tejido frágil de la confianza. Está borrando décadas de construcción bilateral.
La cooperación entre México y Estados Unidos ha sido imperfecta, desigual, llena de tensiones. Pero ha sido real. Programas como la Iniciativa Mérida, los acuerdos de entendimiento para migración y comercio, los tratados energéticos, los intercambios académicos y culturales, no pueden sostenerse si una de las partes comienza a ver a la otra como enemiga.
La política exterior no puede basarse en frases efectistas ni en el oportunismo de coyuntura. Lo que Estados Unidos haga o diga hoy sobre México tendrá consecuencias no sólo en la relación bilateral, sino en su imagen ante América Latina y el mundo. Designar como “adversario” a uno de sus principales socios revela una mentalidad imperial que ya no tiene cabida en un mundo interdependiente.
México no puede ni debe aceptar esa narrativa. Debe responder con firmeza, con verdad, con datos, pero también con visión. Porque cuando te llaman enemigo, no basta con decir que no lo eres. Hay que demostrar, con dignidad y estrategia, que jamás debiste haber sido visto como tal.
Tiempo al tiempo.