La otra. Llegar ala tercera edad en primera persona.
Ella se fue. Ni la nostalgia o memoria la devolvió. Cada momento se transfiguró, se volvió otra. Otra tan diferente que en la memoria no cabe. De la que fue sólo parecen brevísimos episodios que el tiempo apaga poco a poco: las manos que se introducen embelesadas en la pileta donde sólo hay agua sobre una cama de moho verde, los peces no se hallan ahí.
Sólo aparece en la memoria una cometa de colores vibrantes y una incipiente contadora de historia embelesada con los retablos dorados de una iglesia. El caleidoscopio de los recuerdos es cada vez más parco en imágenes y colores: aparece como una caja donde rezumban emociones, no figuras, ni fragmentados pasados…con el tiempo el recuerdo es más sutil.
Esa, ella, repentinamente aparece, con esas anécdotas que se niegan a volver, que se enredan en las historias de otros, con una fragilidad que se vuelve polvo y no logramos alcanzar. Yo, esa que fui, ya no la halló en nada, ni en la cuenca fidedigna del espejo. Ella no existe, ella-yo, la otra, la que se fue y no volvió.
Dicen que las células de todo el cuerpo mutan, se cambian por otras… Hay una edad en la que ya se cambiaron más de tres veces totalmente. ¿Guardaré algo de mi añorada y añosa alma, la que me acompaña vida tras vida?
Por eso hoy, cuando estoy en el último tercio de mi vida y la palabra vejez no me parece ya lejana o ajena, cuando me habitúo a un abrazo cada vez más próximo con ella, quien osó insultarme y me dijo “pareces niña”, ignora la felicidad que me dio.
Ser niño es poseer el enorme don de descubrir el mundo, de asumir que todo, absolutamente todo es posible. Es la edad en la que los desengaños no han paliado las ganas de hacer y soñar, es el tiempo en el que nada ni nadie te traiciona de verdad, pese a lo que vivas.
En la recámara tengo un humilde altar a mis padres, con la última foto que les tomamos juntos. También mi padre niño, mi mama de aproximadamente siete años. Creo que si venero la infancia de ambos ellos serán tan felices y libres como en los primeros años.
Sé que generalizo. Tuve una infancia despreocupada, con una felicidad que llenó mis horas y me permitió crear mis propios héroes, aventuras e historias. Experimenté la libertad porque no me la coartaron paradigmas ni estigmas. Fui libre con mi propio silencio y ensimismamiento.
¿Qué sentirán quienes tienen hijos al verse reflejados en ellos, al encontrar la vivacidad en sus ojos en otros que se parecen a ellos pero que no lo son?, ¿qué efecto emergerá de quienes se aproximan al final y ven que su estirpe prevalecerá?
Esa noción añosa de perpetuarnos en realidad es la búsqueda incesante de reencontrarnos o, más bien, de hallar a quien fuimos.
¿Será posible? La fisonomía se modificó radicalmente, las reacciones se acoplan cada vez más a acotaciones sociales, la naturalidad se extingue en una especie de adopción de un convencionalismo más aceptado, pero también menos fidedigno.
Y justo cuando creo que la otra está extinta, reaparece en toda su unicidad, libertad y locura, en guiños cómplices a lo que creí siempre, en unas propuestas a embarcarme en proyectos nuevos, a volver a creer.
La otra, esa yo agazapada en los rincones de antaño, la de vocecita dulce y sueños erráticos, emerge. Entonces comprendo que la vida sigue y habrá nuevas proezas por conquistar, como embelesarme eternamente en los amaneceres malva de una ciudad de asfalto pardo. Aún ahí la luz se esparce como una prestidigitación del nuevo día.