El precio del viaje, la factura de la congruencia


El viaje de Andrés Manuel López Beltrán a Tokio no sería tema de discusión si no se tratara del hijo del expresidente que durante años sostuvo que la austeridad debía ser una forma de vida.
No se le cuestiona por el destino, ni siquiera por viajar, sino por la forma, por el momento, por la señal que envía desde uno de los hoteles más lujosos de Japón mientras millones de mexicanos apenas logran cubrir lo más elemental.
Las imágenes captadas en el hotel Okura, cinco estrellas, muestran a López Beltrán desayunando con una vista privilegiada, acompañado de un grupo que lo asiste y carga bolsas de tiendas exclusivas.
El gesto fue interpretado como una postal del privilegio. Su reacción no ayudó. Lejos de apaciguar los cuestionamientos, optó por publicar una carta agria, mal redactada, carente de empatía, donde acusa a sus críticos de linchamiento político, de espionaje, de calumnias. El texto más parece un berrinche que una explicación.
En lugar de reconocer lo desafortunado del momento o expresar alguna forma de reflexión, López Beltrán se presenta como víctima. Afirma que viajó en vuelo comercial, que se hospedó en un hotel de 7,500 pesos por noche —con desayuno incluido— y que pagó todo con recursos propios. Pero al hacer cuentas, esa cifra equivale a poco más de 23 días de salario mínimo. No es necesario un análisis económico profundo para advertir la dimensión del agravio.
Lo que indigna no es el viaje, sino lo que representa. Durante años, su padre construyó un discurso basado en la idea de que el poder debía ejercerse con humildad. Rechazó los lujos, condenó a quienes vivían por encima de las posibilidades del pueblo.
Muchos mexicanos confiaron en que esa forma de gobernar sería distinta. Andy no ocupa un cargo público, pero su apellido, sus vínculos, su influencia en el partido oficial lo convierten en figura política. Su conducta, por tanto, no es privada, ni ajena a la crítica pública.
Aún más elocuente fue la reacción institucional. Claudia Sheinbaum, presidenta de la República, no pudo eludir el tema y recordó que el poder se ejerce con sencillez. Gerardo Fernández Noroña, desde el mismo movimiento, calificó de “malísima” la carta de López Beltrán. Algunos columnistas señalaron que el texto parecía escrito por un adversario con la intención de exhibirlo. Y no les falta razón. Porque cada párrafo confirma la desconexión entre quien lo firma y la realidad de millones.
Resulta insultante que mientras gran parte del país vive al día, un personaje con esa cercanía al poder se tome vacaciones en Japón, compre en tiendas de diseñador y tenga quien le cargue las bolsas, para luego justificarlo con frases como “fueron jornadas de trabajo extenuantes”. ¿De qué trabajo habla? ¿Cuáles son sus funciones, responsabilidades o resultados que justifiquen ese nivel de desgaste y esa forma de compensación?
Acusar de hipócritas a quienes lo señalan no lo absuelve. López Beltrán haría bien en recordar que predicar con principios exige vivir conforme a ellos. No se trata de legalidad, sino de ética política. Tampoco de un asunto personal, sino de lo que simboliza: la consolidación de una nueva élite que actúa igual que la anterior, mientras insiste en proclamarse distinta.
La carta publicada no fue una defensa. Fue un espejo. Mostró la cara de un poder joven, arrogante, incapaz de leer el ánimo social. Mostró que la impunidad no siempre depende de fueros o nombramientos; también se cultiva en los privilegios informales, en el blindaje del apellido, en el acceso garantizado a los círculos decisivos sin haber pasado por las urnas ni rendido cuentas.
La transformación que ofrecieron al país implicaba también una transformación del comportamiento. Quienes la impulsaron prometieron romper con el pasado, ser diferentes. Pero las imágenes de Tokio, los desayunos de hotel, las compras de lujo y la actitud altanera del comunicado apuntan a lo contrario.
López Beltrán no fue espiado. Fue observado. Como lo es todo personaje público que ejerce influencia. Y si su primera reacción fue acusar, evadir y desdeñar, más vale que revise el papel que está jugando. Porque la crítica no es odio ni traición; es el único freno que tiene el poder cuando empieza a confundir el ejercicio legítimo con el privilegio heredado.
El verdadero costo de ese viaje no se mide en pesos ni en millas. Se mide en congruencia. Y en eso, López Beltrán salió debiendo.
Tiempo al tiempo.