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El negocio más patriótico

El negocio más patriótico

La historia reciente de México ofrece episodios que, por su obscena claridad, muestran cómo la corrupción sobrevive y se reinventa al amparo del poder.

El caso del contrabando de combustibles, que involucra a altos mandos de la Marina, funcionarios de aduanas, empresarios de largo alcance y hasta la sombra protectora de asesores presidenciales, es un ejemplo contundente.

La investigación comenzó con el aseguramiento de un buque tanque en Altamira, pero ese hecho fue apenas la superficie de una maquinaria aceitada durante años. Bajo el argumento de combatir el robo de combustibles, se depositó en la Secretaría de Marina la responsabilidad de custodiar puertos y aduanas.

El remedio resultó peor que la enfermedad: lejos de desarticular las redes criminales, se permitió que altos mandos establecieran un negocio clandestino que, con márgenes de ganancia siete veces superiores a los de la cocaína, convirtió el contrabando en la empresa más rentable del sexenio.

El suicidio de dos militares, presionados o atrapados en esta trama, revela el costo humano de un sistema que aplasta a los cuadros intermedios mientras preserva la impunidad de los jefes.

Los nombres de los hermanos Farías, sobrinos políticos de un alto mando naval, aparecen como eslabones visibles de una cadena que llega más arriba, hasta el propio almirante secretario José Rafael Ojeda Durán.

¿Cómo sostener la ficción de que el titular de la dependencia ignoraba lo que ocurría bajo su mando? Nadie, en un cuerpo tan rígidamente jerárquico como la Marina, actúa sin la anuencia o al menos la tolerancia de sus superiores. Y, sin embargo, hasta ahora se guarda un silencio que raya en la complicidad.

El asesinato de Sergio Carmona, empresario vinculado a esta red, así como la muerte de un contraalmirante que se atrevió a denunciar, exhiben la violencia sistémica que envuelve al caso.

No es sólo corrupción: es una estructura mafiosa incrustada en el Estado. La Casa de Bolsa vinculada al jefe de asesores presidenciales aparece como un engranaje financiero que permitió dar cauce legal a ganancias ilícitas.

La ruta del dinero, como siempre, conduce a las esferas donde la política y los negocios se confunden, aunque ahora pretendan convencernos de que se trataba de un acto de patriotismo: ¿qué puede ser más nacionalista que contrabandear combustible bajo el escudo de la patria?

Ni Pablo Gómez, encargado de la Unidad de Inteligencia Financiera, ni Alejandro Gertz Manero, fiscal general, han dado explicaciones convincentes sobre su inacción.

Resulta indispensable preguntarles por qué no actuaron cuando las evidencias eran tan palpables, por qué ahora pretenden simular un control de daños cuando el desfalco se mide en miles de millones de dólares. La respuesta no puede reducirse al manido argumento de la falta de pruebas: lo que faltó fue voluntad para tocar a los poderosos.

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El discurso oficial presume haber combatido como nunca la corrupción, pero episodios como este los exhiben la hipocresía de una narrativa que convierte la lucha en simple retórica mientras protege a los beneficiarios de los negocios ilegales.

Quienes detentaron los más altos cargos de la Secretaría de Marina durante el sexenio fingen demencia, como si no supieran lo que se urdió a la sombra de su autoridad. Lo más probable es que pronto escuchemos la explicación favorita del poder: “yo no sabía”.

Este caso no es un accidente aislado ni un desvío menor: es la expresión de una corrupción estructural, histórica, que encontró en el contrabando de combustibles un filón más lucrativo que cualquier otro ilícito conocido.

Y que demuestra, una vez más, que las instituciones que se proclaman guardianas de la legalidad pueden ser también, cuando no se les vigila, los principales arquitectos de la ilegalidad.

Tiempo al tiempo.

 


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