El espejismo de Noroña


En el teatro perpetuo de la política mexicana abundan actores que confunden la estridencia con la coherencia, y el insulto con el valor. Gerardo Fernández Noroña es uno de sus ejemplos más acabados: un hombre que emergió de la periferia del sistema denunciando, con voz atronadora, sus excesos y miserias, sólo para convertirse en beneficiario y reproductor de aquello que tanto vituperaba.
La biografía política de este tribuno callejero hoy se ve con la claridad amarga de quien confunde la furia con la virtud y el oportunismo con la lucha social.
Noroña fue, en sus inicios, un agitador eficaz. Desde los días en que, a mediados de los años noventa, encabezó protestas de deudores de la banca y movilizaciones de taxistas, supo explotar el enojo legítimo de sectores marginados.
Se presentaba como un hombre del pueblo, sin más credencial que la furia y sin más aspiración —según proclamaba— que restituir justicia a quienes la banca y el gobierno estrangulaban. No había entonces, en su vida, rastro de privilegio ni de patrimonio significativo. Conducir un taxi y encabezar protestas lo colocaba lejos de los salones donde se decide el poder.
Pero el poder, como tantas veces, lo sedujo. En el Partido de la Revolución Democrática encontró altavoz, cargo y salario. Fue vocero, operador de campañas, estratega de barricada.
A fuerza de gritos se ganó un escaño y, desde ahí, lo que antes presentaba como indignación popular se convirtió en rutina parlamentaria: insultos misóginos, escenas grotescas, desplantes virulentos. Noroña no debatía: agredía. No argumentaba: descalificaba. Y a cada paso, el supuesto defensor de los desposeídos acumulaba para sí cuotas de influencia y espacios de poder.
Lo que siguió es el itinerario clásico de la corrupción envuelta en retórica revolucionaria. La Cámara de Diputados, que en su boca era sinónimo de podredumbre, se transformó en nómina familiar: hermanos, parejas, hijos, todos con cargo o función en oficinas legislativas. El tribuno que decía luchar contra el sistema encontró en él una forma de manutención cómoda y silenciosa, el refugio perfecto para quienes practican el nepotismo mientras declaman contra él.
Su misoginia, nunca disimulada, dejó huella jurídica. Frases hirientes contra diputadas, campañas de odio personalizadas, violencia política de género confirmada en tribunales. El feminismo que México exige como pauta de civilización nunca encontró en él más que desprecio, burla o, en el mejor de los casos, una indiferencia hostil. No se trató de lapsos desafortunados: era la convicción sincera de un hombre incapaz de reconocer a las mujeres como iguales.
Los signos de enriquecimiento llegaron después, como consecuencia lógica de la cercanía con el poder. De aquel dirigente de taxistas que alegaba no tener más patrimonio que su dignidad, hoy queda un político dueño de una casa de doce millones de pesos en Tepoztlán, múltiples vehículos de lujo y viajes frecuentes con itinerarios de alto costo.
Lo niega, lo matiza, lo justifica con donaciones sin nombre y herencias sin registro, pero no lo explica. Porque no puede. La aritmética es simple: ni los sueldos parlamentarios, ni las dietas senatoriales, ni el generoso sistema de compensaciones del Congreso alcanzan para edificar, en tan poco tiempo, un patrimonio de ese tamaño.
En el Senado, el Noroña opositor se convirtió en Noroña presidente de la Mesa Directiva, y en ese puesto halló su cima y su ruina. Condujo los trabajos legislativos con la misma brusquedad con la que había irrumpido en ellos. Acumuló choques con aliados, enemistades con adversarios y escándalos con la opinión pública.
En sus últimos días, protagonizó riñas físicas, fue relegado a la retaguardia en el primer informe de la presidenta, reclamó micrófonos que no le fueron concedidos, y descargó su furia contra compañeros de bancada. Lo que antes se interpretaba como rebeldía se veía ya, con nitidez, como patetismo.
La caída de Noroña no es sólo personal. Es institucional. Porque muestra, con crudeza, cómo el sistema político mexicano sigue abierto a la captura de personajes cuyo único talento es el grito, cuyo único programa es la rapiña, cuyo único horizonte es el beneficio personal disfrazado de lucha social.
En el balance, queda un político que se autoproclamó revolucionario, pero ejerció como vividor del sistema. Un hombre que reclamó para sí la virtud del pueblo, pero le robó a ese pueblo el decoro de una representación digna. Un orador de esquina convertido en burócrata de lujo.
La biografía de Fernández Noroña no es sólo la historia de un individuo; es, sobre todo, la prueba de que el sistema sigue premiando a los peores mientras castiga la sensatez. Y mientras esa ecuación no cambie, seguirán apareciendo tribunos de ocasión, furiosos en la plaza, dóciles en la nómina, voraces en el patrimonio.
Tiempo al tiempo.